Cuando era niño, mi madre me imponía una regla sencilla pero infalible: no podía salir a jugar con mis amigos hasta haber escrito una redacción de al menos una página.
Detestaba aquel ritual cotidiano. Sin embargo, sin saberlo, mi madre estaba forjando en mí un hábito —y un oficio— que, con los años, se convertiría en el cimiento de una carrera en uno de los mundos más competitivos y volátiles: el periodismo.
Un oficio que hoy parece desvanecerse entre la inmediatez y la superficialidad que traen las nuevas tecnologías.
Cada vez que un tema, una historia o un evento despierta mi curiosidad, vuelvo a ese niño frente al papel.
Tomo el teclado, y dejo que el mar de preguntas e ideas fluya hasta encontrar forma y sentido.
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